Apenas ella cerró la puerta, Homero fue llevando lentamente su cuerpo a través del atardecer de aquella Buenos Aires que se respiraba entonces. Un par de pitadas dio al cigarrillo antes de tirarlo, no sin antes pensar en que debía dejar de fumar y luego pensar en que dejar de fumar no sirve de nada porque, al fin y al cabo, está la muerte. Ni bien dejó el cigarrillo prendió otro, y a todo esto pensaba en ella; en otras cosas pero en ella, porque siempre estaba, siempre estaría. ¿Será decir siempre un acto de soberbia? ¿Será que, como alguien dijo alguna vez, a los hombres las palabras siempre y nunca nos están vedadas? A todo esto caminaba, y la ciudad triste, cada vez más triste, crecía a su alrededor mientras caminaba, y se encogía y volvía a crecer, porque Buenos Aires es así, y el sentido de lo bueno y lo malo se nos desfigura mientras vemos las caras de las personas pasar.
¿Quiénes son todos ellos? ¿Qué será de sus vidas? ¿Será posible averiguarlo? De seguro sí, pero no era el momento de hacerlo. Él sabía mejor que nadie que tenía que llegar a su casa. Ella, cuando cerró la puerta, puso punto final a una colección de historias y de recuerdos que no habrían de pasar desapercibidos en el futuro próximo. Ella era así: tierna y dura…; y la ciudad asemejándose a un pájaro que se encoge y abre sus alas dentro del corazón ayudaba y no ayudaba para nada o para todo, ¿quién sabe? Esa felicidad que no tenía Homero podía ser la felicidad de otro en ese momento. Sobre todo si ese otro ahora iba a poder estar con Ella, porque Ella (y lo pensaba en mayúscula) no podía ser reemplazada. ¿Qué mejor para recordarla que un poema de Neruda, de los Veinte poemas? Cualquiera de esos, digamos. No era Ella así, melancólica, dócil… No era un poema de aquellos que se hacen en la escuela, ni de esos escritos banales que cada tanto se fraguan para cumplir obligaciones pero rápidamente caducan y en tiempo breve se transforman en papel manchado. Era un poema ni siquiera de Darío o Girondo. Más bien podía uno pensarla como alguna extracción de algún verso de Quevedo o del susodicho de los Veinte… Sí. Eso era.
Era ella así… Susceptible… A nadie podía pasarle desapercibido que Homero todavía la amaba u odiaba. Es decir, ¿quién podría pensar algo con tanto entusiasmo si no lo amase u odiase? Con frecuencia le volvía la imagen de ella en la cama, en el cine o en algún restaurante, siempre impávida y fresca, con una continuidad de encanto desde el pelo hasta la tibia imagen de los dedos de sus pies tan exactos y definidos que daba envidia no ser parte única de ese punto de la creación; o, por lo contrario, daba placer pensar que en ese preciso instante un hombre como uno —pensaba Homero— podía ser parte del presente y de todo lo que existe y que en ese existir la presencia de Ella estuviera, como si el hecho de existir hiciera que todo fuese uno.
Un verso de Carriego u otro de Cuore dando espadazos a su imaginación reflejaban en él algo casi arcaico. Pensaba también en Gardel. Cómo cantaba. Pondría un disco de él al llegar a su casa. O quizás una orquesta de jazz. O quizás foxtrot. O algún disco de ópera suelto por ahí. O el silencio, tan menospreciado y necesario… ¿Un libro clásico o uno reciente para acompañar? Es decir, esto pensaba (o creo que pensaba) Homero. Pero era inútil. La imagen de Ella seguía dándole vueltas y ahora, encima, estaba seguro de que no iba a volver a verla. Le habría sido imposible continuar. No podía volver a verla, aunque lo necesitase. O, tal vez, la vería de nuevo y nada habría cambiado.
Su sombra iba difuminándose en el anochecer del empedrado y las ventanas cerrándose indicaban que acelerar el paso no era mala idea. Casi entre penas y desmanejos había llegado a la mitad del camino. ¿Será que uno camina en vez de tomar el transporte público cuando uno no quiere llegar, o será que uno hace eso para demorar la dulce espera porque ansía llegar con tanta fuerza que el placer nunca es mayor que en ese momento previo a la plenitud que es el momento exacto del deseo?
Pensando, tal vez, en cuánto violín y piano le habían dado sentido a la vida de tantos. A la de su hermano, por ejemplo, que era pianista. ¿Para qué mencionar a otros? Incluso Ella misma había dado forma a algunas canciones con una guitarra sinuosa pero bellamente desafinada que daba vueltas por su casa, quizá como un fantasma. Los fantasmas parecen ser cosas del pasado que no están pero que tampoco terminan de irse. Deben ser como los recuerdos o como las personas, pensaba Homero. Caminaba cada vez más despacio, pese a su contraindicación propia, y desentrañaba misterios verbales que, quién sabe, habrán dado forma a su arte. El pasado era ahora su juventud, y su juventud era Ella. Qué pobre estaba. Qué rico era y sin saberlo ¡cómo apostó todo y perdió! Cómo le hubo de doler, pobre. «Amar, sufrir y al fin partir», pensaba.
¿No sería más feliz, al fin y al cabo, si anduviera sin pensamientos? Como aquel poema sobre lo no sintiente, que asigna la máxima felicidad, de forma estoica, a un objeto inanimado. Homero, sabemos, sabía que esto no era así. Él no era un estoico. Conocemos las historias que nos han contado. Un hombre como Troilo no habría elegido a un estoico, ni mucho menos a alguien incapaz de desvivirse simplemente por una mujer o por una flor. Sabemos que él moría, como esa tarde, eternamente cada domingo singular y el lunes, sin protestas, recomenzaba la tarea de ser.
No corresponde que el narrador tome demasiadas atribuciones para adjetivar la historia pero, si se me permite, diré que esta no es una historia ni triste ni feliz porque, al fin y al cabo, nadie (o casi nadie) sabe con certeza cómo fue que pasó en realidad. Sin embargo, ya que venimos imaginando hasta este momento, podemos pensar: Homero, luego de esa caminata extensa, al llegar a su casa pensando en Ella, abrió la enigmática libreta que siempre llevaba en el bolsillo del saco, se sentó en uno de sus sillones y comenzó a escribir:
Era más blanda que el agua…