Agarró el último pedazo de papel que le quedaba. Ahora sí: tenía que ser perfecto. Empuñó la pluma que le había dado el guardia y empezó: fa, mi, fa, la, sol… Le temblaba el pulso. El pentagrama tenía que ser perfecto. Afuera lo estaban esperando. A su hijo, ordenanza del teatro, le habían requerido la música de la última obra que iban a estrenar y sus conocimientos musicales eran nulos. El músico oficial había enfermado recientemente y emigrado hacia el norte buscando una cura. Sol, la, si, do♯, la, mi, la…
Por fuera había habido un sol radiante ese día, que ahora estaba tendiendo a desaparecer. Siempre los atardeceres en la cárcel son melancólicos. El hijo del compositor le había confiado, mediante carta, la tarea a su padre. Pocas eran las horas que le quedaban. Sabía que perdería su trabajo, nuevamente. Esta vez, sin dinero, la enfermedad de sus dos hermanas podía ser fatal. Quizá el padre también lo presentía; y quizá hasta le importaba, pese a que no había sido la suya una paternidad ejemplar… Quizá solo porque era lo único que le quedaba fuera del calabozo remotamente le importaba. Por eso estaba escribiendo. Solo una sonata le habían pedido. Era simple. El director del teatro sabía que era simple. Pero él había jurado que no iba a volver a escribir.
La sonata más hermosa del mundo. Eso era lo que lo había llevado a la situación ruinosa que tuvo que enfrentar para sobrevivir y que, tras largos años de tribulaciones, entre barcos y tabernas, lo llevó a servir de adorno humano en una jaula junto a otros hombres acusados por contrabando, como si hubiera sido hombre de Bellamy o traidor. Los papeles de los tribunales le habían obsequiado un destino poco halagüeño para la vanidad de alguien quien desea ser portavoz de melodías infinitas, sucesoras de Haydn y Mozart. Y el pentagrama que le había alcanzado su hijo estaba ahí.
Todavía podía acordarse el compositor de sus primeros pasos, primero como protegido de un reconocido pianista; luego como instrumentista en una orquesta y luego, finalmente, como autor de obras y director. En el auge de su carrera, cuando tenía cierto reconocimiento, esposa y tres hijos, decidió aquella locura de ir en busca de la melodía perfecta. La mitología indicaba que su hallazgo sólo era posible en una cierta isla de América del Sur. Por eso zarpó. Al volver, años más tarde, se percató de que la melodía perfecta no existía y que a su familia esa partida solo podía suscitarle un rencor inabarcable. De modo que terminó solo y, ya sin oficio ni instrumento (lo había empeñado para poder comer), continuó su rol como miembro infame de la tripulación a la que había pertenecido.
Re, la, mi, sol, do… Los dedos patéticos del músico se esforzaban más de lo debido para escribir esas semifusas. «¿Y si pusiera una corchea?». ¿Qué tan difícil podía ser escribir esa sonata? Recordaba todavía algunas de memoria. Los recuerdos de sus hijos se intercalaban en la memoria del músico con las partituras que había estudiado de niño, aquellas que su propio padre —abuelo de los destinatarios del favor— le había obligado a aprender. Era imposible que ahora, que realmente quería escribir, no podía. Una moraleja para los confiados. O una historia triste, simplemente, de alguien que, habiendo dejado su oficio, nunca pudo retomar el camino abandonado.
Cuando la partitura del compositor fue recibida por su hijo, las hermanas habían fallecido y su puesto en el teatro lo ocupaba un vecino. En la cárcel de esto nunca se tuvo noticia, puesto que los favores hechos por muertos civiles no suelen ser bien devueltos.