No sabía con certeza si el trabajo lo hacía infeliz o, por lo contrario, él era siempre infeliz independientemente de su empleo y solamente su situación laboral era un epifenómeno más de aquel inherente estado de ánimo. El caso es que la ambulancia no lo conformaba y, cada tanto, paraba, mientras la alarma no sonase, a descansar y ver un poco de su ciudad: a ver si había cambiado, a ver si era la misma, o simplemente a demorarse para pensar en nada y preguntarse a sí mismo qué es eso que pasa cuando uno piensa en nada, si es eso posible. ¿Si nadie pensara en nada seríamos más felices o seríamos, en cambio, nada?
Y la alarma sonó, una vez más. Era un servicio de ambulancias privado, económico, y si bien no tenían permitido derrochar combustible, sí les era posible a los choferes ir hacia zonas no cubiertas por otras patrullas. De modo que él se encontraba en un barrio no del todo conocido. Tenía que cruzar hacia el otro lado. Puso la sirena, tercera, cuarta, y a la primera avenida dobló para llegar sin demoras al lugar del pedido. No le comunicaron qué era pero imaginaba: a esa hora casi siempre era una fractura de alguien con demasiado alcohol en sangre o alguien con una crisis nerviosa que en verdad no sabe qué enfermedad tiene pero asume que debe llamar a una ambulancia.
Dicen que la realidad es aquello que, aun sin tenerle fe, existe. Siguiendo ese razonamiento, si algo existía esa noche era la impunidad, porque ni un alma se veía rodear algún farol o algún auto, ni siquiera de esos que se estacionaron mal y ahí quedaron hace años, subidos a la vereda o dejados en cualquier esquina. Las ventanas cerradas disimulaban mal la ausencia de espectadores de su camino y era, creía, poco mentirosa la luz que lo alumbraba, porque dejaba ver casi a la perfección su rostro en cada semáforo en el que hubiera debido parar de no estar eximido de hacerlo. Tenía un brazo afuera de la ventana. En verdad despreciaba ese gesto de descortesía, pero quizás él mismo lo hacía para intentar despreciarse a sí mismo, o para intentar disminuir su misantropía, mimetizándose con los sujetos de su odio.
Estaba cerca. El lugar era enfrente de las vías. Así le habían dicho. Recordó ese cuento que había leído en la secundaria: A la deriva. En el asfalto no iba a haber serpientes, por supuesto, ni ningún otro espécimen que lo pudiera herir; salvo, tal vez, algún humano. Bajó de la ambulancia y buscó la dirección que le habían pasado. No había nada. El número, que era impar, no se veía del lado que le correspondía. Era frente al ferrocarril, creo haber dicho. Bueno, a veces podía pasar: una llamada falsa; algún molesto que no tenía nada que hacer y se divertía imaginando a un trabajador hacer una tarea innecesaria. Entonces escuchó:
—Acá estoy…
Al darse vuelta, lo vio: un hombre anciano y desgarbado estaba tirado en el piso, envuelto en una serie de papeles de diario no demasiado nuevos. Llevaba puesto un gorro de tela, un buzo, guantes rotos, zapatos de goma y unos anteojos que insinuaban un origen no callejero. ¿Un hombre de otro país, tal vez? Pero hablaba español. El hombre intentó levantarse; fracasó. Pidió ayuda. Pidió agua. Desde la ambulancia le fue concedida: había una botella que él había dejado por algún lado. Le dio de tomar agua. Lo ayudó a incorporarse. El hombre no quería levantarse o no podía. Era como el de Quiroga. Dijo que prefería morir. Lo habían golpeado, abandonado y luego llamado a emergencias. No sabía el anciano con certeza quién fue. Cuando pudo incorporarse, se notó que tenía en la zona abdominal aberturas importantes, con grandes pérdidas de sangre. Lo subió.
—Soy un relato sin final…
Se quejaba; no era dócil. El ambulanciero lo entretenía con historias de fútbol, de mujeres… No había caso. El anciano que al comienzo parecía con ansias de permanecer, ahora estaba cada vez más delirante y más ido, casi feliz. ¿Qué le sucedería? Entonces dijo eso tan extraño: que estaba desapareciendo. «¿Cómo desapareciendo?». Sí, efectivamente. Cuando miró para atrás, se percató de que el cuerpo del hombre se iba haciendo transparente, de a poco, cada vez más invisible.
El espanto no lo dejó frenar. Continuó avanzando hacia el hospital como quien nada puede decidir. Tomar decisiones —es decir, pensar— en momentos de pánico es prácticamente una imposibilidad. Miró por el retrovisor: ahí estaba, el hombre desapareciendo. Lo increpó, le preguntó quién era, qué quería, de dónde venía, por qué lo había llamado. Ahora sabía que el hombre lo había llamado a propósito. Pasó a explicarle lo inexplicable. Lo que le decía, el ambulanciero no lo podía comprender. Era un delirio. Peor que uno de esos cuentos fantásticos que nada consiguen.
—Soy inmortal…
No podía figurarse la realidad de lo que le estaban diciendo. ¿Que ese anciano a punto de morir era inmortal? Claro. Seguro. Pero… estaba desapareciendo. ¿Y qué si era cierto? Todavía estaba lejos del hospital. Se dio cuenta de que estaba yendo casi al doble de la velocidad máxima permitida. Cerca de esos instantes escuchó al hombre, que ahora se había caído de la camilla y se encontraba en el piso de la ambulancia: él iba a dejar de ser inmortal, porque ahora el ambulanciero iba a serlo, cuando él muriera. Cuando él lo había tocado, había comenzado la desaparición física de ese ser extraño, de apariencia inmutable, penosa, que era el anciano que se encontraba hace unos minutos solamente tirado junto a las vías del ferrocarril.
Ya no respondía a los interrogantes. El ambulanciero imaginó durante un minuto su vida como inmortal… Ni siquiera quería ser mortal. Entonces se dio cuenta de que estaba acelerando, acelerando todavía más. Algo imposible estaba empezando a sucederle: su piel tranquila e impávida estaba envejeciendo repentinamente, a medida que el anciano dejaba la existencia material. Entonces aceleró más. Vio a su blanco perfecto. Era una mujer que acababa de cruzar la avenida. Estaba sola. No había nadie más. Detrás de ella, la pared de un edificio. Aceleró más. Fijó su mirada en la mujer. Se escuchó un grito.
Cuando la mujer levantó su cuerpo incendiado, se percató de lo envejecida que estaba.